martes, 30 de junio de 2009


Prolífica carrera, ¿para qué? Ni tan siquiera hay flores en su tumba, nadie recuerda las risas de aquel domingo añil. Siendo útil, o tal vez inútil, borrando sonrisas escondidas tras las arrugadas paginas de aquel libro de Coixet. Intenta resistirse. Huye, huye y huye, pero la felicidad la persigue como se persigue a un niño que no quiere ser castigado. Quizás es eso a lo que teme, al castigo que trae consigo la necesidad de ese elixir de la vida eterna, poblador de venas y otros lugares insospechados. Corre y corre e intenta esconderse, pero aun así sigue tras ella una y otra vez, en los días teñidos de blanco, o en las habitaciones de extraños vestidos de verde que le traen la vida envuelta en sabanas y papeles mojados. No lo puede evitar, su vida es una constante huida que arrastra incontables momentos en los que segundo tras segundo se siente alcanzada, y alejándose de nuevo, dando alas al clímax de su fantasía juvenil. Se pregunta que, si sigue huyendo, quizás abandone la lucha que tan insaciable la mantiene con vida, pero a la vez se pregunta que será de ella cuando llegue el día en que la alcance, y la abrace, para no abandonarla jamás, acompañándola hasta el último lugar en este mundo que será capaz se pisar, por lo menos con los pies por delante. Tras su irreparable mente atrofiada se esconden los resquicios de lo que en realidad había sido una vida feliz, plena y concisa, rodeada de los suyos, pero sentía que todos aquello de lo que había huido la atormentaba, de un galopar no tan intenso como ella creía, o por lo menos no tan intenso como le hubiera gustado. Le sobraban momentos tranquilos, pero le faltaban aquellos en los que se quedaba sin aliento, y cuando tu único aliento pende del fino hilo que separa tu boca de una maquina de oxigeno, la mejor medicina es el recuerdo de las zancadas entre mar y arena, con el agua rozando las yemas de los dedos de tus pies. Se arrepintió de no haber hecho caso a las voces que le rondaban la cabeza, a aquella niña mala que con sus travesuras perturbaban su interior en las largas noches de verano. Y ahora que las heridas escuecen tantísimo, solo se calma cuando siente que sus manos la tocan, como le agarran el brazo, o le retiran el sudor de la frente después de respirar. Ese es su único consuelo, sentir que esos dos pececillos que la han acompañado durante casi toda su vida siguen ahí, pendientes de cada suspiro, de cada aglutinamiento. Y es que como le gustaría poder darle las gracias, y aunque sabe que no puede articular palabra, ellas lo saben, saben que se siente agradecida por haber estado ahí, siempre, luchado mano a mano combate tras combate, suturando lo que luego serian heridas de guerra, señales y cicatrices de los buenos y malos momentos, lágrimas de felicidad que anuncian la llegada de lo inevitable, de lo que se esconde al otro lado de la puerta, y a lo que le tiene tantísimo miedo. Antes temía dormir y no lograr despertar, pero ahora teme mirar de cerca su rostro, como su mirada recorre las arrugar de piel, mientras ella inspecciona minuciosamente cada detalle, cada suspiro, mientras inspira y expira, emanando la poca luz que le queda dentro, sintiendo como se aleja. Afortunadamente solo es eso, miedo, pero lo siente tan cerca que teme que en un solo guiño se haga realidad.
Parece que por fin se ha ido, que después de tantos años de desesperada placidez la inunda el misterioso sosiego que trae tras de sí el miedo real, el de morir sin haber hecho lo suficiente, rompiéndo las oportunidades de estar ahí, dejando de lado a quien a veces la necesitaron, y a veces no. Se retuerce negándose al olvido, a las pausas, al llanto eterno de la soledad. Se recuerda, no me dejes sola . Y en un segundo, la luz.

martes, 2 de junio de 2009

páginas en blanco

Me llena la causa, pero más que una causa, es un suicidio. Como las palabras fluyen unas sobre otras, sin encontrar sentido alguno. Morir, vivir, perdurar, el enigmático poder que encierra aquello que no nos atrevemos a decir, y a veces lo que ni siquiera nos atrevemos a pensar. Estar despierto mientras el mundo todavía este medio dormido. Regodearse y torturarse, matando pájaros y neuronas, bloqueando el paso hacia la libertad. Qué bonito es escribir sin saber lo que se escribe. Qué bonito es leer el sin sentido. Pero cuanto más bonito seria no saber escribir, o no saber leerlo, cuanto más bonito seria resguardarse en un segundo silencioso en medio de una incesante tormenta de ideas, que no necesite de palabras para allanar su significado. Y llorar mientras nadie nos ve, como decía el gran sabio, para luego inmortalizar los restos de nuestra vida almacenándolos en pequeñas cajitas de cristal, ansiosas de ser descubiertas algún día por un pequeño erudito, de menos de 1 metro 60, que descruba los secretos ocultos de la humanidad. Mientras el polvo corrompa los retazos de tinta del siglo pasado, yo estaré aquí, en el más pequeño de los mundos, pero en el mas grande de los sabios, viejos y tiranos, de ilustres personalidades y banales entresijos en su busqueda incesante de la eternidad. ¿ Y es que hay algo mas eterno que las palabras? Quizá el pensamiento, quiza la materia o el universo, pero ¿ tu conoces algo que dure siempre?